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Quítales el móvil de sus manos

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Educación
Familia

Nos ha parecido muy interesante este post de Albano Alonso publicado en su blog:  https://albanoalonso.info/quitales-el-movil-de-sus-manos/  Es difícil la postura de llos padres frente a los teléfonos móviles, pero también lo es la de los profesores. Este artículo busca desde el equilibrio, desgranar la realidad actual de la escuela y los móviles y al mismo tiempo incidir en la actitud de acompañamiento de las familias en este arduo y complejo problema.

“Quítales el móvil de sus manos”. Con este comienzo y título in medias res pretendo sumergir al lector, en abrupto, en mitad de una situación de tensión de nuestro día a día en las aulas, en la que un docente llama la atención a un estudiante por usar el móvil sin permiso o utilizarlo de forma inadecuada.

Así se provoca en ocasiones un rifirrafe en el que el profesor puede llegar a retirar de forma temporal el aparato al alumno, con todo lo que ello conlleva en términos de funciones y responsabilidades, aspectos que quedan para otro debate, también interesante y necesario. 

Los relatos que comienzan así, in medias res, pretenden zambullirnos de lleno en la trama, muchas veces en un momento cercano a su desenlace, para que sintamos la acción en plenitud, sin ningún tipo de introducción o aviso, como ocurre en muchas clases. La tenencia y uso de móviles en las aulas también conlleva multitud de percances en los que los profesionales de la educación nos vemos inmersos de repente y en donde nos sentimos obligados a resolver con inmediatez, según nuestras destrezas y también según los protocolos contemplados en la idiosincrasia de cada escuela, que difieren sensiblemente en función de lo que cada consejo escolar establezca. 

El caso es que, de una manera u otra, en todos los espacios educativos seguramente se llega a la misma conclusión: los teléfonos móviles y otros dispositivos similares representan el gran distractor del alumnado en la actualidad. Por ello, es muy difícil buscarle una solución meditada y consensuada que no pase por la estricta prohibición, medida drástica que muchas veces cae en saco roto, porque no somos capaces de controlar al 100% su grado de eficacia, ante la elevada cantidad de estudiantes que están a cargo de un docente.

En plena era de la digitalización, se defiende por parte de un sector la necesidad de incorporar estos aparatos a la planificación pedagógica de nuestras clases, así como en el proceso de aprendizaje de los estudiantes: en ese sentido, no hay duda de que, bien utilizado, reporta importantes ventajas sobre todo en cuanto al acceso a fuentes de información y la utilización de aplicaciones o herramientas que tienen gran partido didáctico. Sin embargo, cuando un estudiante coge un móvil la cantidad de utilidades lúdico-recreativas que tiene a su alcance, con las redes sociales a la cabeza, es de tal magnitud que controlar que se hace un uso responsable sin que antes se le haya educado en ello o haya adquirido la madurez suficiente es tremendamente complicado. 

Ante esta situación de riesgo potencial, la mayoría de centros escolares se decantan por la prohibición tajante del uso de los dispositivos móviles, a excepción de esos momentos en los que se utiliza como instrumento que complementa una actividad de clase o algunas veces en los recreos, sobre todo en el caso de alumnado a partir de los últimos cursos de la ESO. Es verdad que la simple prohibición no encierra una finalidad educativa: llenar un centro de instrucciones y cartelería prescriptiva basada en restricciones tiene dudoso sentido pedagógico, no lo niego; pero lo cierto es que los centros toman esta contundente medida en medio a veces de la lógica desesperación al observar, una y otra vez, cómo estos aparatos devoran la atención de los jóvenes, que quedan a merced de las distracciones más variopintas, además de muchos otros peligros derivados de un uso descontrolado y que se relacionan con la privacidad, la identidad digital y los casos crecientes de ciberacoso, entre otros.

En medio de este panorama complejo, reflejo de una sociedad absolutamente rendida al poder hipnótico de las pantallas –sobre todo tras la pandemia– no se vislumbra una solución equilibrada entre lo que debe hacer la escuela según su función (educar, como parte de un compromiso social colectivo) y lo que se ve obligada a hacer por compromiso con el bienestar de los menores que tiene a su cargo. Podría parecer que este es el momento propicio, en medio de unos remozados planes digitales escolares y de una mayor inversión en partidas para la digitalización, para avanzar en competencias tecnológicas que son clave para nuestro desarrollo como sociedad. Sin embargo, esta loable misión choca con el sentido ético de la responsabilidad de la escuela, guardadora también del derecho a una protección integral de la población menor de edad en el tiempo que está a su cargo. Por ello, es normal que, aunque la sociedad muchas veces dé la espalda a este problema a gran escala, no se quieran asumir desde la gestión de los centros riesgos innecesarios en una era en la que los percances relacionados con la dependencia digital tienen enormes consecuencias en la salud de la población. 

Soy tajante al defender que un estudiante que curse la educación obligatoria no está preparado para utilizar libremente un teléfono móvil en el ámbito escolar. Está demostrado que en edades tempranas interfiere en su capacidad de atención e incrementa la probabilidad de padecer trastornos como la ansiedad o cambios en el patrón de sueño, entre otros, lo que se constata en el informe “Análisis del temperamento infantil relacionado con el uso de pantallas”, publicado este año en la Revista Pediatría Atención Primaria. Además –y por citar un ejemplo más–, otro reciente estudio científico de diversas universidades españolas constata la ansiedad, inseguridad y frustración que genera en los jóvenes permanecer alejados de estos dispositivos, por lo que la solución en el contexto escolar, donde pasan una gran parte del día, no se antoja nada sencilla.

 

No hay una receta única que nos conduzca, así, a una salida equilibrada y responsable ante esta gran pandemia tecnológica que invade nuestra sociedad y que nos aleja de épocas pasadas en las que crecimos y vivimos de otra manera, con otras aficiones y sin dejarnos embelesar por el poder de la digitalización, ya que simplemente no existía. Sin embargo, reconozco que la escuela tampoco puede contribuir a demonizar los avances en este campo y las posibilidades que abre un teléfono móvil para el desarrollo socioeducativo; pero esto solo puede darse a través de un compromiso colectivo y con la aportación de todos los agentes sociales, con el fin de ser capaces de educar poco a poco en un buen uso, en el equilibrio y en el conocimiento de sus posibilidades, sí, pero también en los límites y las consecuencias de una mala utilización. 

Por el momento, urge avanzar en programas de alfabetización digital que impliquen a todos los sectores de la educación y a los docentes de una comunidad, para lo cual también es preciso que estos se formen en tecnologías, porque así lo requiere también la Unión Europea, especialmente en lo referente a seguridad y procesos de selección de información. También son necesarias campañas institucionales como la que recientemente ha lanzado la Consejería de Educación del Principado de Asturias, bajo el lema ‘Menos pantallas, más vida’, que van en la línea de concienciar sobre la gran cantidad de horas que los jóvenes pasan conectados a Internet diariamente: por citar un dato estadístico, al menos la mitad del tiempo de los fines de semana, según el estudio Impacto de la tecnología en la adolescencia. Relaciones, riesgos y oportunidades, de Unicef España.

Mientras tanto, me quedo con el mensaje más prudente (y vuelvo, así, al inicio): quítales el móvil de sus manos y, al mismo tiempo, comparte con ellos, en una actitud también de acompañamiento –más allá de lo meramente restrictivo– esa preocupación candente ante la que nadie debe permanecer impasible.

Una preocupación que representa una nueva ética para nuestro tiempo, en línea con una crianza y una educación respetuosa con los derechos de la infancia, sí, pero también con el deber de protegerla desde la escuela.